Carlos II (el Hechizado) fue rey de las Coronas de Castilla y Aragón. Nació el 11 de noviembre de 1661 en Madrid. Hijo de Felipe IV y de su segunda esposa, Mariana de Austria. Ascendió al trono a la muerte de su padre, bajo la tutela y regencia de su madre, quien dio entrada, en el Consejo de Regencia, al jesuita alemán Juan Everardo Nithard, que era su favorito y su confesor; esto dio lugar a un enfrentamiento de éste con Juan José de Austria, quien, por fin, consiguió el cese del jesuita. Cuando éste marchó, la reina hizo su favorito a un joven (Fernando de Valenzuela) que el jesuita había introducido en la Corte; esto causó muchas especulaciones; la reina le hizo marqués de San Bartolomé de Pinares y le nombró primer ministro. Se reanudó la guerra con Portugal; pero España tuvo que reconocer, en 1668, la independencia de este reino; al ajustarse la paz, cada país devolvió, al otro, las plazas conquistadas, a excepción de Ceuta, que continuó en poder de la Corona de Castilla.
Por otra parte, Luis XIV de Francia declaró la guerra a España en 1667, con el pretexto de que su esposa era la única heredera que quedaba del primer matrimonio de Felipe IV, y, además de ser menor de edad cuando firmó la renuncia a la sucesión de las Coronas de Castilla y Aragón, según el derecho de devolución, que existía en el Brabante, exigió que, habiendo muerto su suegro, se le diera esta plaza y todas las demás donde se observara ese derecho. El Gobierno de Carlos II se negó, por lo que el francés, con un ejército de 50.000 hombres, penetró en los Países Bajos y se apoderó de varias plazas, al tiempo que ordenó al príncipe de Condé que, con otro ejército, ocupara el Franco-Condado. Inglaterra, Holanda y Suecia intervinieron, para frenar el engrandecimiento de Francia, y Luis XIV tuvo que firmar la Paz de Aquisgrán en 1668, por la cual, Luis XIV se vio obligado a devolver, a España, el Franco-Condado; pero se quedó con las plazas que había ocupado en Flandes. En 1673, Luis XIV llevó la guerra de las medallas contra Holanda, resentido por haber ayudado a España en la guerra de Devolución; pero con la intención de apoderarse de los Países Bajos españoles, sitios entre Holanda y Francia; por lo que otra vez se vio España envuelta en guerra contra Francia, con la cual firmó la Paz de Nimega el 17 de septiembre de 1678; mediante esta paz, Luis XIV devolvió, a España, algunas de las plazas que había ocupado en los Países Bajos españoles; pero se quedó con otras y con el Franco-Condado.
El 6 de noviembre de 1675, Carlos II fue declarado mayor de edad, y conservó a Valenzuela como primer ministro, y le dio el título de marqués de Villasierra; en 1676, también le hizo merced de la grandeza de España de primera clase y le declaró valido; pero, caído en desgracia, fue apartado del Gobierno en ese mismo año; lo sustituyó Juan José de Austria, que tomó represalias contra los amigos de la reina madre; mas, cuando había concertado el matrimonio de Carlos II con María Luisa de Orleans (1662–1689), hija de Felipe de Orleans (hermano de Luis XIV) y de su esposa, Enriqueta de Inglaterra, cayó enfermo y murió el 17 de septiembre de 1679. La boda del rey, que ya había sido celebrada por poderes, se ratificó el día 18 de noviembre del mismo año en Quintanapalla (Burgos). El duque de Medinaceli fue nombrado primer ministro; en seguida creó la Junta de Hacienda, que llamó Junta Magna, de la cual formaban parte Reluz (franciscano y confesor del rey), Cornejo (franciscano) y Asensio (obispo de Ávila). La situación económica era tan mala para el pueblo, que la gente gritaba: “¡Viva el rey! ¡Muera el mal gobierno!” Mientras, el rey y su ministro Medinaceli se ocupaban de visitar templos y santuarios, y en asistir a autos de fe, como el celebrado en la plaza Mayor de Madrid el día 30 de junio de 1680, en el cual los reos quemados en la hoguera, por lo general vivos, fueron 118; muchas personas que vivían en el entorno de la plaza Mayor, se quejaban del olor a carne quemada que tenían que soportar. Luis XIV, alegando que no se cumplía la paz de Nimega, ocupó, en Flandes, las plazas españolas de Courtray y Dixmude en 1683; Carlos II declaró la guerra al francés; éste respondió ocupando la plaza de Luxemburgo y, penetrando en Cataluña, cercó la ciudad de Gerona. Por fin, Carlos II aceptó la paz que le ofreció el francés, que se concretó en el Tratado de Ratisbona, firmado el 15 de agosto de 1684; mediante el cual, España entregó, a Francia, las plazas de Hainaut y Luxemburgo.
En 1685, el ministro Medinaceli fue desterrado, por su mala gestión, a Cogolludo (Guadalajara), y lo sucedió el conde de Oropesa, que suprimió muchos empleos innecesarios y mejoró la economía. El 12 de febrero de 1689, murió la reina María Luisa de Orleáns sin dejar descendencia; por lo que Carlos II volvió a casarse, el 4 de mayo de 1690, con María Ana de Baviera Neuburg (1667–1740), hija de Felipe Guillermo (duque de Baviera Neuburg y elector palatino) y de Isabel Amelia de Hesse Darmstadt. La nueva reina se apoderó pronto de la voluntad del Hechizado, y, respaldada por la reina madre, consiguió que el rey cesara a su primer ministro; entonces, el gobierno quedó en manos de la reina, la baronesa Berlips (apodada la Perdiz), Jovier Wiser (el Cojo), el padre Chiusa (los tres alemanes), el conde de Baños y Juan Angulo (el Mulo), estos personajes, vendiendo los cargos públicos y los favores al mejor postor, llevaron la corrupción administrativa a unos límites inauditos.
En 1692, volvió Luis XIV a entrar en guerra contra España; se apoderó de la plaza de Naur en los Países Bajos; después pidió la paz; pero, como no la aceptó España, se apoderó de Barcelona y de otras ciudades catalanas. Por fin, el 20 de septiembre de 1697, se firmó el Tratado de paz de Ryswick, por el cual, el francés devolvió todas las ciudades conquistadas a España durante esta guerra. En 1698, volvió al poder el conde de Oropesa; pero en seguida cayó otra vez en desgracia por las intrigas, y fue desterrado de nuevo. El rey, que con frecuencia estaba enfermo, llegó a padecer grandes ataques nerviosos. Como no había tenido descendencia con ninguna de sus dos esposas, los aspirantes a la sucesión de las Coronas de Castilla y Aragón empezaron a presentar sus candidatos; éstos eran seis; pero pronto fueron reducidos a dos: Carlos de Austria (hijo del emperador Leopoldo) y Felipe, duque de Anjou (nieto de Luis XIV de Francia). Las intrigas por el trono comenzaron. Se hizo correr el rumor de que el monarca estaba hechizado. Rocaberti (inquisidor general) y Fray Froilán Díaz (confesor de Carlos II) convencieron al rey de que su enfermedad consistía en que tenía malos espíritus, y debía someterse a una ceremonia de exorcismo; después hicieron venir a fray Antonio Álvarez de Argüelles, famoso exorcista, que era confesor de un convento de monjas en Asturias. Se llevó a cabo el exorcismo del rey, y los malos espíritus “declararon que la culpa de todo la tenían la madre del rey, ya difunta, su esposa y otras personalidades del partido austríaco”.
El partido austríaco, para defenderse, trajo de Alemania a fray Mauro Tenda (célebre exorcista), quien volvió a exorcizar al Hechizado; “esta vez los demonios lanzaron tremendas acusaciones contra los del partido francés”. Enterada la reina de tanta farsa, consiguió que el confesor del rey fuera a dar con sus huesos en los calabozos del Santo Oficio. Como se veía que la enfermedad acababa con el rey, la lucha por sucederlo se acentuó; por fin, el rey, aconsejado por el cardenal Luis de Portocarreño, miembro del Consejo de Estado y arzobispo de Toledo, hizo su último testamento el 3 de octubre de 1700 a favor de Felipe de Anjou, candidato que había sido indicado por el papa Inocencio XII (1691–1700). Poco después, el 27 de octubre de ese mismo año, el rey nombró Regente de España al cardenal Portocarreño. El 1 de noviembre de 1700, murió Carlos II en Madrid, dejando, a su sucesor, unos reinos, en la Península Ibérica, con menos de seis millones de empobrecidos súbditos; lo que quedaba en la parte principal de un imperio donde nunca se ponía el sol. Asimismo, por la maniobra del arzobispo de Toledo, Luis de Portocarreño, dejó servida una guerra de sucesión, que, para España, tendría funestas consecuencias en el reinado siguiente.